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por el sol y rematadas por un círculo de latón ornado de campanillas, que al chocar con la
lanza cascabeleaban con aire de fiesta.
Ocupa el camposanto de Chililaya la angosta falda de una colina entre el cerro de Cutusani y el
lago, y su derruido portalón se abre mirando al caserío a medio destruir del poblacho mísero y
hoy abandonado. Circúndanle altas y ruinosas paredes de adobes acribilladas de redondos
agujeros, donde anidan búhos, cernícalos y kellunchos, invitados por la paz misteriosa del
recinto, y cubren el suelo matorrales de paja áspera, de entre los que emergen algunas cruces
de madera podrida, única señal de que allí descansan de toda fatiga quienes supieron vivir
cansados por un enorme y constante ajetreo.
El cementerio se fue llenando con la gente de los contornos que en larga romería hollaba el
camino pardo tendido a la orilla del lago azul. A eso de las ocho apareció el cura del pueblo,
hombrecillo bajo, rechoncho y enteramente moreno. Su sotana negra, constelada de
manchones de grasa y lustrosa por las espaldas, había adquirido un tinte verdoso, indefinible.
Venía acompañado de su sacristán, armado de un hisopo y su recipiente lleno de agua bendita,
y otro acólito que en un retobo portaba la estola.
Se vistió allí mismo, delante de los fieles, y comenzó a llenar sus funciones, deteniéndose
frente a cada cruz y musitando palabras ininteligibles que remataba con un par de hisopazos y
unas cuantas gotas de agua bendita, ávidamente absorbida por el suelo f]ojo tan luego como
en él caían. Antes de coger el hisopo se cubría con el bonete, extendía imperiosamente la
mano y embolsillaba en sus hondas faltriqueras el precio del responso breve.
Y se iba frente a otra cruz.
Carmela, sin tumba donde hacer derramar sobre ella el fervor de las preces, pagó el responso
besando la mano del sacerdote, y cuando éste se hubo alejado aproximóse Choquehuanka, y
haciéndola sentar en el suelo tendió frente a ella un poncho negro cuidadosamente plegado y
alineó encima algunas latas vacías de alcohol, botellas de aguardiente y puñados de coca con
retazos de lejía (lukta). Los otros, graves, mudos, serios y con aire compungido, tomaron
asiento alrededor del tendal, manteniendo en alto los estandartes fúnebres. Uno de los
parientes, el más anciano, sirvió la primera copa a Choquehuanka. Tomóla pulcramente el
viejo, murmuró frases enigmáticas, mojó dos dedos en el licor, hizo caer algunas gotas en el
suelo y de un trago bebió el contenido.
En la misma copa libaron los otros por tres veces y luego se sirvió la merienda, que todos
comieron en medio del más profundo silencio.
Concluido el yantar, circulóse otra vez la copa y se repartieron cigarrillos.
Mediodía.
El cielo es de añil y el sol cae a plomo sobre la vasta llanura, arrancando de las aguas bruñidas
reflejos cristalinos.
Las cabezas comenzaron a turbarse.
Suspiró Carmela, y hondo fue el suspiro de su pecho, suspiró el anciano Choquehuanka;
suspiraron los demás.
De pronto surgió un gemido débil, como distante mayido de gato. Todos se volvieron a la viuda.
Con la cabeza caída sobre el pecho y envuelta en la tupida mantilla estaba inmóvil, hierática.
Levantóse entonces Choquehuanka, volvió los ojos en todas direcciones con actitud
desconfiada y medrosa: el espíritu del difunto vagaba en torno y había que alejarlo.
Sacóse de la boca la coca mascada, y, arrojándola en dirección al lago, amonestó con voz
suplicante:
¡Vete, alma doliente, vete!... Ya has comido, ya has bebido, ¡vete!...
Al punto, los parientes, los invitados y la viuda cogieron las latas vacías, las chocaron entre sí
con formidable ruido, y lanzando piedras al vacío inundaron en coro de tremendo vocerío el
espacio, gritando con acento enternecido:
¡Vete, alma, vete! ¡No llores. ni tus quejas nos traigas!... ¡Vete!...
"¡Vete! ¡Vete!". se oía por todas partes y el grito amenazador y angustiado parecía hallar eco
en el viento, que se lamentaba entre los hirsutos pajonales del cerro en largos y estridentes
silbidos...
Definitivamente pagadas las deudas con los muertos había que pensar ahora en el hambre de
los vivos.
Y la emigración se hizo general.
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