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alianza. Pero entregar las armas a Sark, enseñar a los sarkeos cómo usarlas...
¡Nadie sería tan estúpido!
Carse se iba formando una noción más clara de lo que era el antiguo Marte. Todos
aquellos pueblos eran semibárbaros... excepto los misteriosos dhuvianos. Por lo visto,
ellos poseían al menos una parte de la antigua ciencia de aquel planeta, y se la
reservaban celosamente en beneficio suyo y de sus aliados sarkeos.
Anocheció. Ywain permaneció en cubierta, y se doblaron las guardias. Naram y
Shallah, los dos Nadadores, se removían sin cesar en sus rincones. A la luz de las
antorchas, sus ojos lanzaban destellos de secreta impaciencia.
Carse no tenía fuerzas ni interés para apreciar el encanto del mar rielando bajo la luz
lunar. Para colmo de males, empezó a soplar un viento contrario, que levantó mar
arbolada y hacía muy penoso el manejo de los remos. El timbal sonaba inexorablemente.
Un sordo furor quemaba a Carse. Sufría dolores intolerables. Sangraba y tenía la
espalda llena de cardenales. El remo era muy pesado. Pesaba más que todo Marte- se
encabritaba y escapaba de las manos como una cosa viva.
Su rostro se alteró. Su mirada se volvió vidriosa e inexpresiva, fría como el hielo, como
si no estuviera del todo en sus cabales. El golpear del timbal se confundió con los latidos
de su corazón, más acentuados a cada tirón agotador.
Una oleada de fondo azotó los remos. La caña escapó de las menos de Carse y le
golpeó en el pecho, dejándole sin aliento.
Jaxart, por experiencia, y Boghaz por su mayor peso, recobraron el ritmo casi en
seguida, aunque no sin atraer las iras del capataz, quien se apresuró a tratarles de
carroña -su palabra preferida- y a tirar de látigo.
Carse soltó el remo. Pese a estar impedido por sus cadenas, se movió con tal rapidez
que el cómitre no se enteró de lo que le ocurría, hasta verse sobre las rodillas del terrícola
tratando de proteger su cabeza bajo los golpes de los grilletes.
Al instante, todos los galeotes parecieron volverse locos. El ritmo de la remada se echó
a perder, esta vez de verdad. Los hombres daban gritos de muerte. Callus se alzó y
golpeó a Carse en la sien con el mango emplomado de su látigo, dejándole casi sin
sentido. El cómitre huyó en seguida a lugar seguro, esquivando los brazos de Jaxart, que
pretendía estrangularle. En cuanto a Boghaz, procuró hacerse chiquito y pasar
desapercibido.
Desde la cubierta se oyó la voz de Ywain.
-¡Cállus!
El cómitre se arrodilló temblando.
-A vuestras órdenes, Alteza.
-Azótalos a todos, hasta que recuerden que ya no son hombres, sino esclavos.
Su mirada severa e indiferente se posó en Carse.
-En cuanto a ése... es nuevo, ¿verdad?
-Sí, Alteza.
-Pues que aprenda.
Le hicieron aprender. Callus y el segundo cómitre le enseñaron a modo. Carse apoyó la
frente sobre los antebrazos y lo aguantó todo. De vez en cuando, Boghaz lanzaba un
alarido cuando aquellos erraban un golpe y le daban a él con la punta del látigo. Carse vio
cómo se formaba un charco de sangre entre sus pies; la rabia que le habitaba se fundió y
cambió de forma, lo mismo que se templa el acero bajo la acción del mallo.
Cuando sus verdugos se cansaron, Carse levantó la cabeza.
Era el más tremendo esfuerzo de toda su vida, pero quiso hacerlo, tozudo, irreductible.
Miró de frente a Ywain.
-¿Has aprendido tu lección, esclavo? -preguntó ella.
Pasó un largo rato antes de que fuese capaz de articular palabras. Ahora ya no le
importaba vivir o morir. Todo su universo se centraba en aquella mujer que se erguía
sobre él, arrogante, inaccesible.
-Baja tú y enséñame si puedes -replicó roncamente, agregando a estas palabras un
insulto del peor lenguaje barriobajero..., una palabra cuyo significado daba a entender que
ella no podía enseñarle nada a hombre alguno.
Por un instante, nadie se movió ni habló. Al ver que ella palidecía, Carse profirió una
carcajada que sonó terriblemente áspera y brutal en medio de aquel silencio. Luego,
Scyld desenvainó su espada Y corrió por la pasarela para saltar al puente.
La espada se alzó en el aire, brillando a la luz de las antorchas. Se le ocurrió a Carse
que había recorrido un largo camino para encontrar el escenario de su muerte. Esperó el
golpe, pero no ocurrió nada, y entonces se dio cuenta de que Ywain había frenado a
Scyld con un grito.
Scyld dejó caer el brazo, y luego se volvió, extrañado, mirando hacia la cubierta.
-Pero, Alteza...
-Ven aquí -dijo ella, y Carse notó que estaba mirando fijamente la espada en manos de
Scyld, la espada de Rhiannon.
Scyld subió a cubierta por la escala, con una expresión de espanto en su rostro de
pobladas cejas negras. Ywain se plantó frente a el.
-Dame eso -dijo, y ante la vacilación de él-: ¡La espada, imbécil!
Él la depositó en sus manos. Ywain se entretuvo contemplándola, le dio vueltas a la luz
de las antorchas, estudió todos los detalles: la empuñadura con su gema única, los
símbolos grabados en la hoja.
-¿De dónde has sacado esto, Scyld?
-Yo... -balbució, no queriendo confesarlo y llevándose instintivamente la mano al collar
robado.
Ywain le cortó:
-No me importan tus latrocinios. ¿Dónde conseguiste esto?
El hombre señaló a Carse y a Boghaz.
-Ellos la tenían, Alteza, en el lugar donde los hice prisioneros.
Ella asintió.
-Condúcelos a popa, a mi camarote.
Después de lo cual se alejó en esa dirección. Scyld, contrito y mudo de asombro, se
volvió para cumplir la orden recibida.
Boghaz suspiró:
-¡Dioses misericordiosos! ¡Estamos perdidos!
Aproximándose a Carse, murmuró a toda prisa, para aprovechar el tiempo que le
quedaba:
-¡Miente ahora, si jamás has sabido mentir! ¡Si ella se convence de que conoces el
secreto de la Tumba de Rhiannon, te lo arrancará por sí misma o con ayuda de los
dhuvianos!
Carse no respondió. Bastante hacía con no perder los sentidos. Scyld, escupiendo
maldiciones, ordenó que trajeran vino.
Carse fue obligado a beber un poco; a continuación soltaron sus cadenas y las de
Boghaz, para ser conducidos a cubierta.
El vino y la brisa fresca reanimaron a Carse, al menos permitiéndole mantenerse en
pie. Scyld los empujó con impaciencia hasta la cabina de Ywain, brillantemente iluminada
con antorchas. Ella les esperaba con la espada de Rhiannon puesta sobre la mesa tallada
que tenía ante sí.
En el mamparo opuesto había una puerta baja que daba a un camarote interior. Carse
vio que estaba muy ligeramente entreabierta. Al otro lado no se veía luz, pero tuvo la [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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