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el polvo de los escombros, y una vez que dejamos de percibir el olor de la gasolina volvió a
reinar aquel más odioso y persistente olor. A veces lanzábamos un rayo de luz a las paredes,
en donde seguían figurando las omnipresentes esculturas.
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Alrededor de las nueve y media, mientras atravesábamos un largo corredor
abovedado, cuyo piso estaba cubierto de una capa de hielo cada vez más espesa y cuyo techo
descendía gradualmente, vimos ante nosotros una claridad que nos permitió apagar la
linterna. Llegábamos aparentemente a la torre circular y no debíamos de estar muy lejos del
mundo exterior. El corredor terminaba en un arco sorprendentemente bajo para este mundo
megalítico, pero antes de llegar pudimos ver a través de él. Más allá se extendía un espacio
circular de unos sesenta metros de diámetro, cubierto de escombros y rodeado por numerosos
arcos obstruidos similares al nuestro. Los muros estaban cubiertos por una banda en espiral
de bajorrelieves de proporciones heroicas, y exhibía -a pesar de los destrozos causados por la
erosión en aquel lugar al aire libre- un esplendor muy superior a todo lo que habíamos
encontrado antes. Una espesa capa de hielo cubría el piso, e imaginamos que éste se
encontraba realmente a una considerable profundidad.
Pero lo más sobresaliente era una titánica rampa de piedra que, eludiendo los arcos, se
alzaba en espiral apoyándose en la pared circular de la torre, algo similar a los contrafuertes
exteriores de algunos edificios de la antigua Babilonia. Sólo la rapidez de nuestro vuelo y la
perspectiva que había confundido la rampa con la pared interior de la torre, nos habían
impedido notar esta espiral desde el aire. Pabodie hubiese podido decirnos qué principios de
ingeniería habían guiado su construcción, pero nosotros no pudimos hacer otra cosa que
admirarla y maravillarnos. De cuando en cuando se alzaban aquí y allá unos pilares de piedra,
aunque a nosotros nos parecían inadecuados para la función que debían cumplir. La rampa
parecía llegar, intacta, hasta la cima de la torre -circunstancia realmente notable, por su
exposición al aire libre- y había servido para proteger las curiosas y perturbadoras esculturas
cósmicas de los muros.
Mientras salíamos a la débil luz que bañaba el piso de este monstruoso cilindro -de
unos cincuenta millones de años, y sin duda la construcción más antigua que habíamos
contemplado hasta entonces-, vimos que los muros se alzaban hasta una altura de veinte
metros. Esto representaba una capa glacial exterior de unos ocho metros, ya que el pozo que
habíamos visto desde el avión se abría en la cima de un montón de escombros de unos doce
metros de altura y protegido, por lo menos en sus tres cuartas partes, por una serie de ruinas
más altas. Según las esculturas, la torre original se había alzado en el centro de una inmensa
plaza circular y había tenido unos ciento cincuenta o ciento ochenta metros de altura. En la
cima había habido unas agujas provistas de discos horizontales, y en el borde superior unas
espirales afiladas. La mayor parte de las piedras habían caído hacia afuera, suceso afortunado,
ya que de otro modo habrían destruido la rampa, y el interior estaría obstruido por los
escombros. La rampa había sufrido ya bastantes daños y los restos se habían acumulado de
tal modo en el piso interior que los arcos habían tenido que ser despejados recientemente.
Nos llevó sólo un momento concluir que ésta era de veras la ruta por la cual aquellos
otros habían descendido, y que éste era también el camino lógico que debíamos seguir en
nuestro ascenso a pesar de los papeles que habíamos dejado detrás. La boca de la torre no
estaba muy lejos del pie de las montañas, y no más de nuestro aeroplano que el edificio en
que habíamos estado hasta hacía poco, de modo que cualquier exploración subglacial que
efectuásemos debía desarrollarse en esta región. Pues, cosa curiosa, a pesar de todo lo que
habíamos visto y adivinado, estábamos pensando aún en otros posibles viajes. En ese
momento, mientras avanzábamos con precaución sobre los escombros que cubrían el piso,
vimos algo que nos hizo olvidar todo el resto: en la curva más baja de la rampa, que hasta
entonces había estado oculta a nuestros ojos, se encontraban los tres trineos de Lake, muy es-
tropeados por su viaje sobre los escombros y otros lugares poco adecuados. Llevaban una
carga muy bien dispuesta que comprendía objetos memorablemente familiares: la estufa de
petróleo, latas de combustible, cajas de instrumentos, provisiones, tres sacos evidentemente
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