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morir junto a mi pueblo cuando la ciudad caiga, lo que ocurrir en un par de das como mucho. De
Shamar a Ta-rantia hay cinco jornadas a caballo, aunque se mate a los corce-les de agotamiento por el
camino. Antes de que pudiera llegar a la capital y reunir un ejrcito, Strabonus estara derribando sus
puertas. Formar un ejrcito va a ser un autntico infierno... al or el rumor de mi muerte, mis malditos
nobles se habrn ido a sus condenados feudos. Y puesto que la gente ha expulsado a Trocero de
Poitain, no hay nadie que pueda contener las ansias de Arpello de apoderarse de la corona... y del
tesoro de la corona. Dejar el reino en manos de Strabonus a cambio de un trono de ttere, y en cuanto
Strabonus se d la vuelta, tramar una cons-piración. Pero los nobles no lo apoyarn, y Strabonus
tendr
una excusa para anexionarse el reino sin ms explicaciones. Por Crom, Ymir y Set! Si tuviera alas
para volar como un re-lmpago a Tarantia...!
Pelias, que permaneca sentado, tamborileando con los de-dos, la mesa de jade, se quedó de pronto en
suspenso y se le-vantó como guiado por un propósito determinado, al tiempo que instaba a Conan a
seguirlo. El rey obedeció, sumido en me-lancólicos pensamientos, y el brujo lo llevó fuera de la
estancia por unas escaleras de mrmol y oro que conducan al pinculo de la ciudadela, a su torre ms
elevada. Era de noche, y un fuer-te viento soplaba por el cielo cubierto de estrellas, agitando los negros
cabellos del cimmerio. A lo lejos brillaban las luces de Khorshemish, aparentemente ms remotas que
las mismas estrellas. Pelias se mostraba ensimismado y reservado, en comu-nión con la grandeza fra
e inhumana de los astros.
-Hay criaturas -dijo Pelias- no sólo en la tierra y en los ma-res, sino tambin en el aire y en los confines
de cielo, seres que habitan apartados de la tierra e ignorados por los hombres. Sin embargo, para aquel
que se atiene a las palabras del Se or y a los Signos y al Conocimiento que subyacen en ellas, no son
malig-nos ni inaccesibles. Observa y no temas.
Alzó las manos hacia el cielo y profirió una larga y misterio-sa llamada, que pareció reverberar
inacabablemente en el espa-cio, y luego disminuyó de intensidad y se desvaneció, pero sin llegar a
morir del todo, como si hubiera ido a alojarse cada vez ms lejos en algn punto inimaginable del
cosmos. En el silen-cio que siguió, Conan escuchó un repentino batir de alas sobre su cabeza, y
retrocedió asustado cuando una criatura parecida a un murcilago se posó junto a l. Pudo ver como
sus grandes y tranquilos ojos lo contemplaban a la luz de las estrellas. Las des-comunales alas deban
de medir unas diez yardas. Pero vio que no era un pjaro ni un murcilago.
-Monta, y parte -dijo Pelias-. Al amanecer estars en Ta-rantia.
-Por Crom! -exclamó Conan-. Ser todo esto una pesadi-lla de la que despertar en mi palacio de
Tarantia? Y qu ser de ti? No puedo abandonarte a tu suerte entre tantos enemigos.
-No te preocupes por m -respondió Pelias-. Cuando llegue el alba, las gentes de Khorshemish sabrn
que tienen un nuevo se or. No vaciles en aprovechar lo que los dioses te han envia-do. Volveremos a
vernos en la llanura de Shamar.
Lleno de dudas, Conan trepó al rugoso lomo del animal y se aferró a su arqueado cuello, todava
convencido de estar inmerso en una pesadilla fantstica. Con gran estrpito de sus titnicas alas, la
criatura se elevó por los aires y el rey sintió vrtigo al contemplar a sus pies las luces de la ciudad.
4
La misma espada que acaba con el rey corta las ataduras del imperio.
Proverbio aquilonio
Las calles de Tarantia bullan con la muchedumbre que aulla-ba, y agitaba airada los pu os y las picas
oxidadas. Faltaba poco para que amaneciera en el segundo da despus de la ba-talla de Shamar, y los
acontecimientos se haban producido con tanta precipitación que confundan el entendimiento. Por
medios que sólo Tsotha-lanti conoca, la noticia de la muerte del rey haba llegado a Tarantia seis horas
despus de la batalla. El resultado fue el caos. Los barones abandonaron la capital del reino a todo
galope para reforzar la defensa de sus castillos con-tra los atacantes. El fuerte reino que haba creado
Conan pareca tambalearse al borde de la disolución, y los plebeyos y comer-ciantes temblaban ante la
inminencia del regreso del rgimen feudal. El pueblo peda a gritos un rey que los protegiera tanto de
su propia aristocracia como de los enemigos externos. El conde Trocero, a quien Conan haba dejado
al mando de la ciu-dad, trataba de infundirles confianza, pero su miedo irracional les haca recordar las
antiguas guerras civiles y cómo aquel mis-mo conde haba sitiado Tarantia quince a os antes. Por las
calles se gritaba que Trocero haba traicionado al rey y que planeaba saquear la ciudad. Los
mercenarios comenzaron a despojar las viviendas, llevndose por delante a mercaderes gritones y
mu-jeres aterradas.
Trocero eliminó a los saqueadores, esparció sus cadveres por las calles, los hizo regresar a su cuartel
y arrestó a sus jefes. Aun as, la gente segua juzgando con precipitación, y gritaba in-sensatamente
que el conde haba provocado los disturbios en beneficio propio.
El prncipe Arpello compareció ante el confundido consejo y anunció que estaba dispuesto a hacerse
cargo del gobierno de la ciudad hasta que se decidiera quin iba a ser el nuevo rey. Co-nan no tena
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