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quedarse el plato, se encogió de hombros y se lo dio. Desde entonces lo tenía en el aparador de la sala.
La autopista de Massachusetts carece de interés en casi todo su recorrido. R.J. la abandonó en las
cercanías de Springfield, y llevaba un rato conduciendo hacia el norte por la I 91 cuando vio por primera vez las
suaves y desgastadas montañas y empezó a sentirse feliz. «Alzaré mis ojos hacia las colinas, de donde procede la
ayuda.« Media hora más tarde se halló en las colinas, ascendiendo por carreteras sinuosas y estrechas, pasando
ante granjas y bosques, hasta que giró por la carretera de Laurel Hill y llegó por fin al largo y serpenteante
camino que conducía a la casa de madera, de color mantequilla, que abrazaba el lindero del bosque en el otro
extremo del prado.
Tom y ella no habían utilizado la casa de campo desde el otoño anterior. Al abrir la puerta notó que el
aire estaba cargado y olía ligeramente a rancio. Había excrementos en un alféizar de la sala, como heces de ratón
pero más grandes. Volvió a sentir el malestar que la acosaba desde hacía días, y pensó que habría una rata en la
casa. Pero en un rincón de la cocina encontró los restos resecos de un murciélago. La primera tarea que se
impuso fue ir en busca de la escoba y la pala para deshacerse del murciélago y los excrementos. Enchufó el
frigorífico, abrió las ventanas para que entrase aire fresco y fue en busca de las provisiones del coche, dos cajas
de comestibles y una nevera portátil llena de productos frescos. Con apetito, pero sin pretender hacer nada
especial, se preparó la cena con un tomate de supermercado, duro e insípido, un panecillo con queso, dos tazas
de té y un paquete de galletas de chocolate.
Mientras recogía las migajas de la mesa, advirtió con una punzada de dolor que se había olvidado de
Elizabeth.
Salió a buscar la caja de cenizas que había quedado en el coche y la dejó sobre la repisa de la chimenea.
Tendría que descubrir el lugar hermoso que Elizabeth le había pedido que encontrara, y enterrar allí las cenizas.
Volvió a salir al exterior y se internó unos pasos en el bosque, pero era demasiado oscuro y enmarañado. No
había manera de explorarlo si no era trepando por encima o arrastrándose por debajo de los troncos caídos y
abriéndose paso por la fuerza entre zarzas y matorrales, y en aquellos momentos no se sentía con ánimos de
hacerlo, de modo que emprendió una apresurada retirada y echó a andar por la pista de grava que conducía a la
carretera de Laurel Hill.
La pista tenía cuatro kilómetros y medio de longitud, con subidas y bajadas en diversas colinas. Le
alegró caminar. Al cabo de un par de kilómetros llegó a las cercanías de la pequeña casa blanca y el enorme
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granero rojo de Hank y Freda Krantz, los granjeros que les habían vendido la finca, y dio media vuelta antes de
llegar a su puerta: por el momento no sentía deseos de responder a preguntas sobre Tom ni de explicar que su
matrimonio había terminado.
El sol ya estaba bajo y el aire transparente era frío y cortante cuando llegó de nuevo a la casa.
Cerró todas las ventanas menos una. Había leña seca en el cobertizo y encendió la chimenea para
calentar la habitación. Al caer la noche, por la ventana abierta le llegó el piar de los pajarillos desde el
rebosadero de la piscina, y R.J. se acomodó en el sofá y bebió café caliente y cargado, lo bastante dulce como
para garantizarle un aumento de peso, mientras contemplaba las llamas.
A la mañana siguiente despertó tarde, se preparó un abundante desayuno a base de huevos, y a
continuación se entregó a un frenesí de limpieza. Le gustaba ocuparse de las tareas domésticas puesto que muy
pocas veces se veía en la necesidad de hacerlo, y disfrutó pasando la aspiradora, barriendo y quitando el polvo.
Lavó todas las ollas y sartenes, pero sólo los platos y cubiertos que iba a necesitar.
Sabía que los Krantz tenían la costumbre de almorzar a las doce en punto, de modo que esperó hasta la
una y cuarto para presentarse en su granja.
¡Pero mira quién está aquí! exclamó Hank Krantz, radiante, cuando la vio en el umbral . Pase, pase.
La hicieron entrar en la cocina, y Freda Krantz le sirvió una taza de café sin preguntarle nada y cortó
una porción de medio pastel blanco que había sobre la encimera.
Aunque R.J. no los conocía muy bien pues sólo los veía en sus espaciadas visitas, percibió un sincero
pesar en sus ojos cuando les habló del divorcio y les pidió consejo sobre la mejor manera de vender la casa y el
terreno.
Hank Krantz se rascó la cara.
Puede ir a un auténtico agente de la propiedad en Greenfield o en Amherst, desde luego, pero hoy en
día casi todo el mundo vende por medio de un tal Dave Markus, que vive aquí mismo en el pueblo. Pone
anuncios y consigue buenos precios.
Y es un hombre cabal. Para ser de Nueva York no es mal tipo, la verdad.
Le explicaron cómo llegar a casa de Marcus. Tuvo que salir a la carretera estatal y dejarla de nuevo para
internarse por una serie de pistas de grava muy irregulares que no le hicieron ningún bien al coche. En un campo
de trébol, un hermoso caballo Morgan, pardo con una mancha blanca en la cara, corrió junto al automóvil por el
otro lado de la cerca y al fin lo adelantó, la crin y la cola ondeando al viento. Un poco más allá vio un cartel de
agente de la propiedad inmobiliaria ante una encantadora casa de troncos que dominaba un espléndido
panorama. Un segundo cartel la hizo sonreír:
Estoy enamorado de ti Miel En el porche había dos viejas estanterías llenas de tarros de miel de color
ámbar. Dentro sonaba música rock a todo volumen: los Who. Le abrió la puerta una adolescente de larga
cabellera negra.
La muchacha, pecosa, de pecho abundante, con cara de ángel tras los gruesos cristales de las gafas, se
enjugaba la sangre de un grano en la barbilla con una bola de algodón.
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